lunes, 10 de marzo de 2025

 

La fidelidad de un mozo de espadas



Lo conocí personalmente cuando se iban a cumplir los primeros cuarenta años de la muerte en Linares de Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete. Se llamaba, porque hace ya unos años también que se fue para seguir sirviéndole los estoques al Califa en los redondeles eternos de los cielos, Guillermo González Luque. Pero ya le conocía por el sepia de una foto de Cano que es historia eterna de la propia fiesta. Está allí, en ese retrato, como tallado en madera: camisa remangada por el sol fuerte del agosto andaluz, pantalones arrugados por muchas horas de volante, de muchos sudores de callejón, de muchas angustias de boca de burladero, mientras Manuel recorta su inmenso gesto de dolor en un fondo de arena, tablas tatuadas con remates de pitones y bullicio de tendidos.

Él, Guillermo, tiene el puño de su mano derecha metido en el muslo de Manolo queriendo hacer de tapón de un cántaro de sangre que ha quebrado el agónico derrote de «Islero». Manolo, como tantas veces, le tiene echado el brazo por encima de los hombros. Cantimplas, dibujando en su cara la mueca de la tragedia que se avecina, está al otro lado, a la izquierda de Manolo; tras él, un jovencísimo Luis Miguel pliega el capote con un rictus de impotencia; Chimo, el ayuda de Manolo, se ha quedado petrificado a unos pasos; Gitanillo de Triana parece querer esconder su rostro tras los cabos negros del vestío de Gabriel González; «Pepet», monosabio valenciano, quiere, como «Espaíta», ser todo brazos para hacer tan sólo un suspiro del trayecto a la enfermería y, para completar el encuadre, un empleado de la plaza, gorrilla y camisola blanca como sus alpargatas, no sabe uno si viene corriendo o el horror de la cornada le ha parado en seco.

Aquello ocurrió en Linares y, cuando hablábamos, en su casa de la barriada Antonio Cañero de Córdoba, habían pasado cuarenta años casi justos de la tragedia y todo, para Guillermo, continuaba exactamente igual, como detenido en el calendario de los recuerdos porque no otra cosa que aquellos instantes, y los que vinieron después, le seguían dando vueltas por el corazón y sus pensamientos y lloraba con sólo mentarle a Manolo. Costó trabajo encontrarlo. Mucho más hacerlo salir de sus íntimos monólogos que mantenía entonces, ya ahora sin la barrera de la vida y de la muerte, entre el callejón de lo que era su existencia y el ruedo eterno de los cielos de Manolo.

«No es fácil hablar con Guillermo —me habían dicho José Luis de Córdoba y Manuel Sánchez Puerta— porque huye de todo protagonismo. Ahora y desde siempre. Mucho de él parece que se enterró con Manolete. Pero vamos a intentarlo...».



Manos sarmentosas, cuerpo achaparrado y aún prieto, ojos entornados hacia los visitantes que se abren en cordialidad al ver a viejos amigos. Tras los saludos, se dirige al extraño, que soy yo: «Usted dirá; pase, pase, que está usted en su casa».

Casita de una planta, pequeña, limpia como los chorros del oro. Una habitación que hace de salón y zaguán, un mueble, un tresillo y, en el testero principal de la estancia, una foto enmarcada entre cristales con cenefas grises: Manolete en el suelo, tendido, boca arriba; el toro ha pasado de largo buscando otro otro cuerpo que le ha llamado: es el de Guillermo haciéndole un quite a cuerpo limpio y cartucho de muletas a Manolo.

—Eso fue en Alicante, cuando un toro de Curro Chica le partió la clavícula. Ahí está Manolo sin sentido y yo le estoy echando al toro las muletas en la cara para llevármelo. Sí, hay mucha gente, por equivocación, y así se ha publicado alguna vez, que cree que esa foto era de Linares.

Ha sido decirle que de Manolo veníamos a hablar y ha roto en llanto. Estrujando sus manos, como si quisiera exprimir sus recuerdos o como queriendo agarrar sus sentimientos, nos hilvana su vida en común, desde que empezó a torear, de cuando los cogió la guerra en el frente de Peñarroya, de cuando se escaparon para ir a Algeciras a una novillada, de cuando tomó la alternativa en Sevilla vistiéndose en el hotel Simó, aunque, más tarde, fue muchas veces al Hotel Inglaterra, y de cuando Manolo se compró su primer coche, un «Mercedes», con el que iban a todos lados.

Ya hacía un rato, desde que empezó a hablar como si lo hiciera consigo mismo, que había roto la cortedad de su propia modestia y los recuerdos le brotaban a raudales: de cómo le sacaba partido a todos los toros; de que no podía ver, porque se ponía descompuesto, un sombrero encima de la cama; que jamás se vistió de grana y oro y que su ganadería preferida era —estaría en su sino y su destino— la de Miura. Así, plaza a plaza, unas veces en el «Cadillac», otras, como en Linares, en el «Buick» azul, algunas en tren, gasógeno, gasolina, y que nunca fue a México con Manolo «porque se quedaba aquí por lo que se pudiera necesitar en la casa».

Y cuando uno le preguntó que cuál era el torero de Manuel, la respuesta fue un rayo:

—Pepe Luis. De Pepe Luis decía Manolo que «chorreaba almíbar toreando». Fíjese lo que le estoy diciendo —y remarcaba las palabras como mordiendo cada sílaba—: «que chorreaba almíbar toreando». No se puede usted hacer idea de qué forma le gustaba a Manolo cómo toreaba Pepe Luis.


El Pelu, Guillermo, Catalino, Manolete y Camará

Todavía paladeando la almíbar del toreo, añadió Guillermo:

—Yo le decía a Manolo: Manolo, el día que el chiquitito este, el rubio, le dé por torear todas las tardes, ¿qué hacemos? Y Manolo me decía: como éste se quede quieto todas las tardes, sobramos todos los demás.

Había calor en la casa, pero nos hacía el quite del frescor la corriente entre el portal y el patinillo llenito de macetas, una pastora alemana, «Landa», de guardiana y un revuelo de jilgueros y canarios que era el mejor, y casi único, entretenimiento de Guillermo.

Desde aquel agosto del cuarentaysiete, y me imagino que hasta su propia muerte, no había pisado una plaza de toros. No los veía ni por televisión. Y Manuel Sánchez Puerta —que los restos de Manolo se enterraron primeramente en el panteón de los Sánchez Puerta— que me definió lo que eran Manolo y Guillermo:

—Algo así como «pícame Pedro que picarte quiero», pero se llevaba Manolo diez minutos sin ver a Guillermo y ya estaba preguntando: ¿Y Guillermo? ¿Dónde está Guillermo?

Salieron a relucir aquellas tertulias de sus amigos, aquel comedor de la «Dehesa de Yeguas», de cuando iba Manolo de cacería «que andaba más que un perro» y de cuando doña Angustias, después de lo de Linares, le dejó la escopeta de Manolo a su amigo y tocayo —«era una escopeta a la que se le escapaba el cañón derecho»— porque, «en mejores manos no va a estar».

El «después de lo de Linares» era presente histórico en Guillermo. Desde aquel día, Guillermo González Luque, y supongo que así lo haría en lo que le restó de vida, no salía de su casa, de sus canarios, de sus jilgueros y sus recuerdos. Sólo una fecha era fija: 28 de agosto de cada año, Iglesia de los Dolores, funeral por Manolo. Desde aquel día de Linares, —y hoy, en esta primavera torera, lo recuerdo desde la admiración por su fidelidad— hasta el de su último suspiro, vistió de luto por él.

ABC

José Luis Cuevas

Maquetador y Montaje

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